Pero
aquí cada autor ha puesto el énfasis en el pueblo, aquel
protagonista idealizado de la utopía de la Revolución mexicana.
Aquí no hallará el lector los retratos del poderoso sino los de las
masas rurales tal como las hallaron las primitivas cámaras
fotográficas del siglo XX. Más primitivas aún eran las condiciones
materiales en las que vivían nuestros ancestros hace apenas cien
años. La anterior fue la centuria de las hambrunas y las pestes. Las
fotos nos muestran a indios andrajosos aferrados a la vida. Pero lo
realmente interesante es la enseñanza que nos deja esta obra en su
conjunto: quiénes, dónde y cómo se construyó la utopía
revolucionaria en Oaxaca. A lo largo de estas páginas el lector
podrá ver aquellas condiciones materiales en las que vivieron los no
tan antiguos oaxaqueños y los esfuerzos que hizo por redimirlos un
estado nacional surgido tras una larga guerra civil. Así
transitaremos de la utopía redentora de un José Vasconcelos hasta
el eclipse total de sol en Miahuatlán que en los años setentas del
siglo pasado fue el augurio simbólico del fin del nacionalismo
revolucionario.
Indios mixtecos.
El
paisano José Vasconcelos, acaso la mejor herencia que nos dejó la
“bola” en Oaxaca, fue el único constructor de utopías de largo
alcance. Por utopía debe entenderse la conjugación de situaciones
ideales en un territorio igualmente ideal. Su filosofía le permitió
ver claramente nuestro problema: aislamiento geográfico,
analfabetismo y olvido del pasado propio. Este miserable tríptico de
atavismos formaron el escollo que como enorme roca en medio del
camino, nos impedía siquiera ver la forma de la ruta que nos
esperaba más adelante, pero eso no quitaba que la nuestra fuera una
raza cósmica capaz de expresarse a sí misma con enorme dignidad y
con inigualable belleza si tan solo se le dotara de las herramientas
intelectuales del saber en las ciencias y el hacer en las artes. No
otra cosa está en la base del lema de la Universidad Nacional que él
fundó: “Por mi raza hablará el espíritu”.
Hallaremos
las fotos del motor vasconceliano que transformaría radicalmente
situación tan lastimera: las escuelas. Se debe a que los
coordinadores obtuvieron varias imágenes de los archivos
fotográficos de la Secretaría de Educación Pública, fundada por
Vasconcelos precisamente para enseñar a escribir, leer y hacer
operaciones básica de aritmética a los niños mexicanos.
Lo
que yo veo en algunas de estas fotos es la construcción de la utopía
nacionalista hasta en los últimos rincones de Oaxaca. ¿Cómo
hacerles saber a estos miserables paisanos que tuvieron un pasado
culturalmente glorioso? ¿Cómo hacerlos sentir la pertenencia a una
patria común; cómo enseñarlos a criticar su presente y cómo
convencerlos para innovar acciones colectivas que rompieran las
cadenas que les ataban al mal comer, a la insalubridad y a la
explotación?
Vasconcelos
imaginó que los libros harían tal trabajo. Fue más lejos aún,
hasta la fuente misma donde se hallaba la energía que movería todos
los obstáculos teniendo sus libros en las manos: la maestra y el
maestro. Hoy ya es historia. A aquel impulso acudieron por cientos
hombres y mujeres. Con más voluntad que medios materiales arribaron
a pie a lugares remotos a divulgar el nuevo evangelio revolucionario.
Toda la nación estaba empeñada en tan vigorosa tarea. Ya lo
olvidamos, por supuesto. Nos queda la ironía de la historia que hizo
que el gran Vasconcelos se estrellara una y otra vez frente al
pistolerismo “revolucionario”... Pero aquí es donde las fotos de
estos libros son tan útiles, porque nos recuerdan que ya lo hicimos
antes, que un lejano día tuvimos coraje y fuimos con nada más que
los brazos y el corazón a ayudar en donde más se necesitaba.
Los
gobiernos revolucionarios, influenciados por los ideales comunistas,
socialistas y anarquistas –tan fuertes en la época– impusieron
una dura batalla contra las lacras sociales. Emprendieron campañas
contra el alcoholismo; debatieron con quienes se oponían a que las
escuelas fueran mixtas; obligaron con todos los medios a su alcance a
los padres para que no solo enviaran a sus niños a la escuela sino
también a sus hijas. Buscaron la manera de darles libros y útiles
escolares y más tarde se propusieron como meta darles de desayunar
en la escuela. No pudo la patria mantener ese ritmo, pero sí
pudieron la Sabritas y la Coca Cola llegar y surtir su mercancía
hasta el último rincón de nuestra geografía. Los gobiernos
trataron de combatir la violencia doméstica tanto como los juegos de
azar. El trabajo era una cosa muy seria y el ocio debía ocuparse en
tareas de cultura general y esparcimiento sano. El presidente de la
república era el primero en decir que estaba entregado al “trabajo
fecundo y creador”... Un gobernador de ideas socialistas imponía
su credo: “démosle al indio la razón aunque no la tenga”...
Había rumbo, había metas, había ideales que habían costado
sangre. La nación se multiplicaba al tiempo que el paternalismo
aumentaba.
Una
jornada en el patio escolar podría comenzar entonando el Himno
Regional Socialista para enseguida entregarse al entonamiento físico
del cuerpo. Hacer gimnasia sueca significaba varias cosas, pero de
entrada la participación colectiva al unísono: coordinación
motriz, disciplina, ritmo, trabajo en equipo, oxigenación óptima de
la sangre, aspirar-contener-exhalar y como consecuencia una felicidad
grupal inexplicable. “Mente sana en cuerpo sano” fue la divisa
para educar integralmente a nuestros padres. Estas ideas las
arrumbamos hasta ahora que el mismo Estado ha tenido que declarar que
sufre nuestra infancia una epidemia de obesidad y prediabetes y que
está pensando seriamente desempolvar la vieja calistenia en las
escuelas...
Quienes
pueden pagan una membresía en un gimnasio particular que es más un
centro social que deportivo pero dentro del cual nos aislamos
conectados a los audífonos de nuestro smart phone. ¿Quién ignora
que hacer ejercicio estimula las endorfinas que esparcen la química
semilla de la felicidad en el cuerpo? Hoy “el chemo y el churro”
son una alternativa barata y masiva para ingresar a una felicidad
parda donde por lo menos se olvida momentáneamente el hambre.
Decenas
de niños y niñas aparecen en estas fotos haciendo sus tablas
gimnásticas, en sus calzones de manta como uniformes deportivos;
descalzos pues los tenis marca “Náic” (Nike, en inglés) se
inventarían décadas después. En el fondo de estos nuevos
contenidos educativos que fomentaba la Secretaría de Educación
Pública estaba una leyenda universal que los hijos de la Revolución
mexicana triunfante deberíamos estar prestos a replicar: la del
soldado griego Filípides, inspirador del maratón olímpico.
Quizás les diga algo más si abundamos brevemente. La historia
es cinco siglos anterior a Jesucristo. Los persas, unos bárbaros
desde el punto de vista de la historia occidental, eran un ejército
imbatible y habían anunciado que irían sobre Atenas, la ciudad más
hermosa de la antigüedad. Les amenazaron que harían suyas a sus
mujeres, que esclavizarían a sus niños y que no dejarían piedra
sobre piedra. Todos los griegos que pudieran sostener una espada en
sus brazos salieron a hacerles frente en la planicie de Maratón. En
Atenas solo se quedaron las mujeres y los niños. Rezando todas.
Habían convenido con sus esposos, hijos y padres, que si perdían la
guerra se suicidarían en masa antes que caer cautivas de los
enemigos. Para eso necesitaban que el último de sus soldados con
vida les avisara el resultado del choque militar de inmediato, pero
si esto no ocurría el mismo día, significaría el fin y antes de
que se ocultara el sol se matarían todas. La batalla fue sangrienta
y larga y triunfó el pequeño ejército de Atenas, pero el tiempo se
acababa y con él la tarde. Filípides, el soldado, corrió muchos
kilómetros sin parar hacia la plaza de Atenas. Al fin, frente a la
multitud de mujeres, antes de que le reventara el corazón por el
esfuerzo realizado, pronunció una sola palabra: Niké... es decir,
triunfamos. Niké se pronuncia hoy “naic” y como todos sabemos es
una marca gringa de ropa deportiva y es el ideal de los tenis que
desean nuestros jóvenes, indígenas o no. Pero lo importante en el
México de los años treintas era la moraleja: te sacrificarás por
los tuyos, por eso deberás preparar tu mente tanto como tu cuerpo.
Eso es lo que te hará sobrevivir a todo.
En
el repaso de imágenes lo que se revela aquí en conjunto es que
México tenía claro a dónde llegar, pero no podía. Se ve en el
conjunto de fotos un esfuerzo gigantesco por construir caminos,
escuelas, costureros, clínicas, etcétera. Cientos de hombres salen
picos y palas en mano a hacer sus caminos, las vías de acceso a la
educación, a la salud, al comercio. El periodo que reseñan estos
libros está marcado por un ímpetu imbatible de acabar con el
aislamiento geográfico. Es el siglo de las escuelas y carreteras.
Por ellas sacarán sus productos e ingresarán bienes de consumo más
variados y quizás más económicos. Esas serán las rutas que los
llevarán a la migración masiva hacia las grandes capitales y al
norte. Las que en sentido contrario les llevarán campañas de
higiene personal, pues las epidemias son un problema que causa mucha
mortandad; les enseñarán los empleados del Instituo Nacional
Indigenista a rasurarse la cabeza, asiento de piojos y liendres. Los
maestros les enseñarán el uso de letrinas alejadas de sus chozas, a
hervir el agua, a asearse las manos, la boca, el cuerpo. Las
enfermedades como el tifo, el paludismo, los males gastrointestinales
y la influenza española diezman a la población y la hacen tan débil
que para la Revolución resultan un estorbo inadmisible. Brigadas
médicas y de salubridad recorren a pie las serranías y cañadas,
pero la ignorancia y el fanatismo prevalecientes rechazan sus
campañas de vacunación. Una y otra vez vuelven hasta que los
convencen. Para estimular el cambio de mudas de ropa esas carreteras
de terracería tan angostas les llevarán máquinas de coser y
maestras que les enseñarán corte y confección a las mamás. Es muy
importante para la salud colectiva lavar la ropa, hervirla para
erradicar las pulgas y los ácaros. Para eso se necesita vestimenta
nueva y barata que la mamá pueda hacer y adaptar fácilmente según
van creciendo en tallas los hijos.
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